martes, 25 de diciembre de 2012

Protocolos

Subo las escaleras cagado de miedo. Ahora mismo no me importaría que viviera cuatro o cinco pisos más arriba, para ganar algo de tiempo y conseguir calmarme. Llego a su puerta y hasta dudo de tocar al timbre. Paseo por el rellano durante un rato, respiro profundamente y por fin lo hago.

Llaman al timbre cuando todavía estoy pintándome los labios y arreglándome el pelo. Frente al espejo, me miro sin estar segura de haber elegido bien el conjunto para salir a cenar juntos en plan cita. Corro a la entrada, sonrojada por las prisas, me coloco la falda y respiro profundamente.

La espera se hace eterna hasta que la oigo corriendo al otro lado de la puerta.

Cuando abro de golpe, aparece él en postura de anuncio de perfume, atravesándome con esos enormes ojos negros.

Me abre de golpe y aparece delante de mí, preciosa como siempre, mirándome con esos ojitos verdes que son todo energía. Intento no parecer nervioso, pero me atrae tanto que es imposible no moverme con torpeza.

No se muestra nervioso, al contrario, su tremenda seguridad es lo que me fascina y me deja prácticamente muda cada vez que le veo. Con movimientos que parecen estudiados al milímetro, apoya la mano en la pared e inclina todo el cuerpo hacia mí. Yo todavía no he dicho ni mu y permanezco estática sujetando la puerta abierta. Cruza el umbral, se me acerca y me pega la boca al oído.

Cruzo el umbral, me acerco a ella y me inclino para hablarle al oído sin que note que estoy temblando. -Supongo que me dejas pasar - susurro.
De verdad que lo espero, porque sino quedaré como un completo capullo.

Intento ocultar que me ha erizado todo el bello del cuerpo. Retrocedo uno o dos pasos, indicándole que no hay problema, pero no dejo de mirarle a los ojos. Él avanza esos dos pasos y salva la distancia que he creado por un segundo.

Ella se aparta para dejarme entrar. Antes de que pueda arrepentirse, vuelvo a pegarme a ella.

Sin dejar de rozarme la mejilla, él acerca su boca a la mía y me besa en la comisura derecha, tomándose su tiempo.

Estoy a punto de lanzarme, ya que me resultaría imposible tenerla delante sin tocarla en toda la noche. Intento besarla en los labios pero a lo máximo que llego es a rozarle con cariño la comisura.

Yo me derrito, como no podría ser de otra manera. Luego se separa lentamente, sin dejar de clavarme esos ojazos. Me coge de la mano y me la quita de la puerta, dejando que ésta se cierre detrás de él. Lo voy pillando. No tiene intención de irse a ninguna parte. Y la verdad es que yo tampoco.

El aire de la escalera me enfría la espalda, y decido quitarle la mano de la puerta, que todavía sujeta, para poder cerrar y tener un poco de intimidad. La verdad es que no tengo hambre.

Me mantengo en la misma postura, y sigo en silencio porque no creo que ninguna palabra lo mejorara. Me pongo de puntillas y le sujeto la cabeza con las manos, dejando mi nariz a un milímetro escaso de la suya.

De repente parece reaccionar, me coge la cabeza con las manos y se acerca para besarme también en la comisura, como si intentara copiarme.

Repito el proceso que él ha seguido para besarle tímidamente en la comisura contraria de los labios.

Tenerla a escasos milímetros sin dejar de mirarme con esos ojos tan tiernos hace que me ponga todavía más nervioso, y no sé cómo, sacudo la cabeza de tal forma que nos acabamos besando.

Pero él es de lejos mucho más espabilado que yo. Con un sutil movimiento consigue que le bese dónde tiene que ser. Es puro calor y yo estoy hecha de algún material muy maleable. 

Jaque mate.

Una vez superada la barrera del miedo, todo sale tan rodado que sólo puedo actuar por inercia y ya me es imposible despegarme de él.

Es puro hielo. Me deja tan petrificado que sólo puedo actuar por inercia.

Y eso que tiene todas las papeletas para ser un canalla de mucho cuidado. Pero en este momento me importa bien poco.

Tiene toda la pinta de ser la típica que te rompe el corazón después de usarte unas cuantas veces. Pero ahora mismo me importa bien poco.

Sin ni siquiera pasar del recibidor, me ha destrozado el carmín y me ha rasgado la falda, pero también ha hecho que por primera vez este invierno no note las baldosas del suelo terriblemente frías.

Ni siquiera pasamos del recibidor. Sin pensar más en la cena, nos instalamos en el suelo de baldosas y las horas se me pasan volando.

En lo que parece un minuto, pasan aproximadamente dos horas y media. A la mierda la cena y a la mierda el carmín, la falda y lo que sea que se me estuviera pasando por la cabeza. Él es todo lo que quiero. Eso sí, el silencio que no falte, para poder romperlo como dios manda.

Ella es todo lo que necesito. Ella y sus gemidos rompiendo el silencio.

domingo, 16 de diciembre de 2012

Caminos torcidos

Se despierta con un vacío en la garganta, y en el pecho, y en los tobillos y...Le cuesta recordar dónde está, y qué pasó exactamente la noche anterior.

La cama parece una batalla campal. La mayoría del edredón está en el suelo, el que, por cierto, es inhabitable después de varios días medibles en capas de ropa, libros y otros desastres. 

Abre los ojos y todo cobra un sentido que no le parece lógico. Recuerda la pelea, los gritos bajo esa lluvia ridícula que nunca llegó a tormenta, su pelo mojado pegándosele a la cara, un abrigo demasiado largo y muchísimo daño.

Recuerda cómo le había agarrado el cuello y besado en intervalos de, por lo menos, quince años. O eso parecía entonces. La eternidad y la inmediatez habían dejado de existir desde el momento en qué le había conocido.

Recuerda que estando a su lado todo se empaña y deja de importarle un carajo. 

Se levanta de golpe. Se viste superponiendo un millón de jerséis y bufandas y le falta tiempo para salir a la calle, jurándose que no dormirá sola ni una noche más. El aire gélido le corta los labios, todavía rojos de tantos besos frustrados.

Llega a ese portal tan recientemente habitual y se cruza con una anciana que le abre la puerta. Nunca tres pisos parecieron tan eternos. Esas baldosas de piedra la transportan a borracheras juntos, a lágrimas de felicidad cuando él tocaba el saxo para ella y cuando le rodeaba con los dedos la piel erizada del ombligo. 

Llama al timbre innumerables veces. Nadie contesta. Casi se deja los puños golpeando la puerta, pero no hay pataletas que valgan. Solo tiene esa dirección; ni números, ni correo. Nada más que esas cuatro paredes e incontables días de cortinas corridas y películas en blanco y negro. 

Regresa a la calle a punto de echarse a llorar en medio de todos esos desconocidos, pero prefiere empezar a andar sin mirar atrás.

Pasa el día visitando algunos de los lugares que descubrieron juntos en menos de una semana; prefiere deambular por las calles rotas y estrechas de la ciudad que volver a su piso, un lugar que últimamente le parece hostil y solitario.

Cuando ya no sabe ni quiere pensar, y arrastra bajo los pies el peso de una conciencia asquerosamente sucia, decide regresar a casa. Sube al ascensor y pasa todo el trayecto mirándose esos pies llenos de culpa. 

Abre la puerta, saca las llaves del bolso y, de golpe, ahí estás tú. Sentado en su felpudo. Con cara de frío y la mirada perdida hasta que la ves y te levantas.

A ella le da un vuelco el corazón y, de repente, deja de notar ese vacío en la garganta, en el pecho y en los tobillos y...

Tú no te atreves a decirle nada por miedo a cagarla, por incertidumbre o por de todo un poco.

Ella intuye que llevas esperándola todo el día allí tirado; tú sabes que, seguramente, esta mañana ella ha despertado con la misma sensación que tú. 

Y antes que ninguno de los dos diga nada, por esos nervios que corroboran que no habéis estado tan seguros de algo en vuestra puta vida, por esas ganas que se os comen, y por esa vida que parece que os quema en las manos, todo se empaña y deja de importar un carajo.

En intervalos de, por lo menos, quince años. 

lunes, 10 de diciembre de 2012

Esa mueca que haces siempre cuando finges que estás pensando.

Me despierto de golpe, sudando y con mucha sed. Tengo miedo de haber parado el despertador sin darme cuenta, de que sean las 11 o las 12 del mediodía y que las persianas bajadas a tope no me dejen comprobarlo. Tengo miedo de ser una fracasada, que se acuesta tardísimo y luego nunca es capaz de madrugar; que llega tarde a todas partes y se está ganando mala fama.

A tientas, con un ojo a medio abrir, cojo el móvil de la mesilla y de paso tiro la lámpara que está ahí, de mírame y no me toques. Las putas 4 y media. Ha sido una pesadilla. No llego tarde a la reunión, nunca llego tarde. Soy perfecta joder, o eso dicen. Qué susto. Aprovecho la interrupción y me levanto para ir al baño. Este piso es una nevera. Aun así, nada consigue desvelarme.

Vuelvo a la cama, zambulléndome feliz de pensar que todavía me quedan 4 horas de sueño. Todo va bien. Sí, qué tonta. Me tumbo y me enrosco en el edredón como una croqueta. De repente noto tus manos rodeándome la cintura, y como te me abrazas de espaldas, acunándome la cabeza contra tu pecho.

-Te he despertado, ¿no?
-Tranquila. Duérmete, anda.

Me besas el pelo con cariño, sin ni siquiera abrir los ojos, y tus dedos no dejan de apretarme contra ti. Me giro para verte la cara y ya vuelves a estar dormido.

Te veo dormir acurrucado entre esas sábanas de Ikea en oferta y definitivamente sé que todo va bien y que sí, todo es perfecto así.

Me despierto de golpe, sudando y con mucha sed. Han llamado al timbre pero está claro que no pienso levantarme para abrirle al cartero. Son las 12:39. Las persianas están bajadas a tope. La lámpara de mírame y no me toques está en el suelo y el otro lado de la cama vacío y sin deshacer.

jueves, 6 de diciembre de 2012

No hay títulos que valgan

Las palabras se me enredan entre los dedos como hilos atados a tus pestañas. Si me caigo te caes conmigo. ¿O era al revés? 

Disculpa pero es que tengo unos cuantos miedos anudados, instalados en cada ángulo de mi silueta rota. Es que se me atrapan las mentiras entre la piel y los huesos y, a veces, el pasado perdido se me acuesta entre los pies.

Detrás de las rodillas tengo las ganas de verte. En las muñecas escondo el pulso desacelerado y todos los cambios de opinión. En el pelo se me anidan las ideas que suelto por los ojos pero que todavía no vuelan. Y mira que son demasiadas y empiezan a causar alboroto. 

En mi espalda se está construyendo la carretera de tu tacto, de los para siempres que llevan a ninguna parte, de la risa acelerada que se me cae encima cada vez que te quito de en medio. En los labios guardo el futuro, que no pronuncio por si se cumple y me deja sin obstáculos. En los brazos acuno las pecas que equivalen a cada vez que me has roto los esquemas. 

Y en el ombligo se me han clavado los celos de que alguien te quiera mejor. Mejor que este puñado de escaseces y excesos, de carisma y frío, y hasta de ternura si se distrae un rato. 

Si no te acostumbras estaremos en paces, pues tengo las palabras enredadas y no se sueltan fácilmente...

domingo, 25 de noviembre de 2012

Utopía

Podría acostumbrarme al olor de tu ropa, a que me besaras el pelo y me sujetaras de los hombros cuando voy a cruzar en rojo. Podría acostumbrarme a mil horas sin sueño y a no distinguir si hoy es martes o viernes. A echarte de menos antes de despedirnos, a mirarte mientras haces cualquier cosa, a pasear todas las calles de esta ciudad eterna que hasta mejora cuando tú la pisas. 

Podría acostumbrarme al asiento del copiloto, a empañarte los cristales, a vivir de tus ojos. Podría acostumbrarme a ese nervio que me entra cuando me miras y parezco idiota. A guardar celosamente largas cartas en un cajón por miedo a descubrir que puede que te quiera un poco. Podría mojarte en cada charco y aprender a interpretar tus silencios. Acostumbrarme a que dijeras mi nombre, a sentirme a salvo.

Podría acostumbrarme, ahora que sé que no puedo. Que pronto nuestra risa resonará en mi cabeza como uno de los recuerdos que se me pierden en el tiempo. Entre las oportunidades que no nos di. Entre las razones de vivir que me estoy quitando para no estar contigo. 

Tú podrías acostumbrarte a las esquinas de mi mente, que están más afiladas que nunca. A que muerda con palabras y que mis pensamientos te desgarren por dentro. 

Podrías acostumbrarte a mis manos, demasiado torpes para resguardarte del frío; cobardes para reunir los pedazos de las ilusiones que te iré quebrando. Hasta a los errores que siembro por terror a esa calma que me deja a ciegas.

Y es que, de repente, es invierno. Y no sé cómo, te sujeto como a una de esas cajas que advierten contenido frágil. Como a un oasis de calma en este pozo sin fondo. Y no sé cómo, hemos llegado a este punto con perspectivas a años luz.

Sabes que te adoro, y podríamos acostumbrarnos. Por eso velaré para que no nos tengamos nunca. Para evitar que un día, barajando la forma digna de sucumbir a esa belleza que no sabes que irradias, te me resbales de entre los dedos. Bruscamente.

sábado, 27 de octubre de 2012

Nunca desayuno

Te escribo como a un desconocido cualquiera que me encontré en el metro, mientras confluyen mi ansia por materializar el destino y una casualidad a medias que nunca sabré si es verdad.

Estabas sentado justo delante de mí, pero nos separaban exactamente dos vías, dos andanas, y supongo que algunos cuantos siglos más. Te miraba fijamente con intención de provocarte, amparada por la seguridad de que no sabes volar y no podrías atravesar la estación para tocarme. 

Te miraba sin remordimientos, a sabiendas que ésa sería la última vez. La primera y la última. A menos, claro, que te gritase descaradamente que qué hacías ahí, que quién eras en mi vida. Pero estaba tan claro que no lo haría, que la confianza de una fugacidad inminente me protegía de hacer cualquier barbaridad. Una de esas que a largo plazo te acaban haciendo daño.

Cuando me cansé de susurrar tu nombre imaginario, bajé la cabeza como quién se santigua y se consuela por ser lo que ocurre lo que tenía que ocurrir. Levanté la vista en un acto reflejo muy feo y tu tren se había ido llevándote consigo, pues habría sido demasiado hermoso que no lo hubieras cogido a tiempo y siguieras clavándome los ojos como cuchillos.

El caso es que no me enamoro de nadie, tranquilo, sólo del cosquilleo irracional que se adueña de mis miedos cada vez que conozco a uno de los tuyos. Tenía la necesidad de contártelo porque sé que nunca más te tendré delante, que nunca más me dolerá la vida por tenerte tan cerca. 

Por si no me reconoces cuando no recibas este mail, soy esa coleccionista volátil de la que nunca sabrás el nombre. Vivo de la ilusión de una primera vez que se proyecta en un bucle enfermizo. Estoy hecha de momentos perfectos pero aislados, sostenidos ingrávidamente entre realidad y ficción. Soy la que conserva la fe de encontrarse, cualquier mañana de noviembre, una nota de amor anónimo en el bolsillo del abrigo. 

Ah, y nunca desayuno.

lunes, 22 de octubre de 2012

Ya sé quién eres.

Eres el agua agresiva que me recorre por dentro. Que resbala por el techo y cae junto a mis pies. Inundándolo todo. Ahogándolo todo menos las ganas.

Esas ganas primitivas de estar contigo y no hacer nada. De rozarte la mano y cerrar los ojos, enredándonos entre las sábanas. De pasar todo un domingo contigo a lágrima fácil, oyendo como me llueves. Sin saber si amanece o anochece; o todo junto, qué más da. De perderme en cada horizonte de tu piel sin esquinas. 


Segura con la certeza que lo que siento no es amor, sólo agua.

jueves, 18 de octubre de 2012

La condena del cuchillo de palo

Sois todo palabras. Formas sutiles e inútiles. No existís en esencia, ni en el fondo. Ni en presencia alguna que no sea la escrita o la efímera en el aire. Sois el viento que en ocasiones acaricia y de repente abrasa la piel. Arena en los ojos y brisa del mar. Todo a la vez.

Sois miedo, egoísmo y rechazo. Sois el silencio cuando no conviene estar callado. Sois un montón de mentiras cuando todo lo que quiero oír es nada. No encuentro ni las fuerzas ni el tiempo para echaros de mi vida. Sois la excusa perfecta de mi inutilidad diagnosticada.

Apretáis, pero no ahogáis. Me hacéis sentir tremendamente viva cuando tengo ganas de mataros. Me matáis cada vez que me respiráis en la cara y parece que esté viva. Me condenáis a no sentir nunca nada que sea verdad.

He visto piedras con más agallas que todos vosotros juntos. Sois puro interés, falsa modestia. La angustia con prisas, la urgente. Sois la hipocresía más barata y el consuelo más tonto. La miel en unos labios que se quedan cortos.

Si queréis iros hacedlo, pero no alarguéis forzosamente la agonía. No me utilizéis. Usadme. Ya sabéis como hacer feliz a una chica. Sabéis incluso demasiado. Sabéis tocar la fibra y deleitarnos los oídos. Nos hacéis vibrar la mente para poder llegar al cuerpo, y no al revés.

Sois todo clichés. Los tópicos contra los que lucháis demasiado mal. Sois el eco de mis ganas pequeñas y retorcidas. Sois todo palabras. 


Y el problema es que yo también.

lunes, 1 de octubre de 2012

Tinta indeleble

Llevas años pegado a mis suelas como un chicle, como hacía la sombra emancipada que arrastraba Peter Pan. Te instalaste bajo mi almohada, dejando un olor perenne que me evita dormir por las noches. Te atascaste torpemente entre las grietas que quedaron en un corazón restaurado con prisas. Dejaste una propina ridícula. 

Y ahora me arañas la espalda de sueños pequeños,  traspasando la piel como si fueras tinta. Y tu efecto resuena; peor que un grito en plena resaca. Me tienes amarrada e indefensa, atada como un perro frente a un escaparate.

Pusiste el listón tan alto, que ni siquiera sé dónde está. Y a cada rato que me quedo a solas canto fuerte y mal para no pensar en ti. Como cuando se va la luz.

Te escondes detrás de unos ojos bonitos con malas intenciones. Eres la piel de cordero que viste a unos cuantos buitres...

Has dejado de ser mi meta para convertirte en mi mentira, y cada vez que me doy la vuelta te refugias en cualquier esquina. Pisas mis pasos y me jodes el vestido. Y como ni contigo ni sin ti, vivimos juntos pero no nos acostamos. Te fundes con mis ganas cada vez que tengo miedo. Me gritas a la cara cuando estamos a oscuras. Te odio y te siento demasiado cerca. Tengo tu aliento clavado en la nuca; la ausencia de suerte grapada en los bolsillos.

Pero no te irás, porque existes demasiado bien. Solo te difuminarás de vez en cuando, ni que sea para joder. Para arrancarme de golpe la poca fe que conservo en el destino.

Y lo que más me fastidia de todo es que sigues siendo imprescindible. Hasta cuando dueles. Porque cuando tú acechas, al menos siento algo. 

viernes, 21 de septiembre de 2012

Eme, a tu lado no me importa ser inmortal


Manda narices. Contigo las frases ñoñas cobran una lógica aplastante. Y hasta me he enganchado a ese programa tan cursi de la tele. 

He estado mirando fotos de cuando no levantábamos metro y medio del suelo y he descubierto que nuestros sueños ya eran tan grandes como ahora. Y gracias al cielo, poquito a poco, los vamos cumpliendo. Es que esas sonrisas tuyas me dan fuerzas. Y siento que la tierra no hubiese existido si no te conociera; sin ti sería un lugar triste y mediocre. 

Mira, reconoce que cuando te aburres lo primero que se te cruza por la cabeza soy yo. Y que me llamas tropecientas veces. Y a mí no me gusta el teléfono, pero resulta que al otro lado estás tú. Y claro que existen los marrones, y el mal humor. También todas y cada una de las piedras (y rocas e incluso cemento armado) con las que tropezamos por ser un poco más que imbéciles. Pero, estando aquí contigo, me gusta el mundo hasta con sus errores y mis miedos. 

Eme, te querré siempre, por dejar que te arranque la risa con tonterías sin sentido. Esas que no le hacen gracia a nadie más por ser ridículas y nuestras.

Por contagiarme de tus ganas. Por perder el tiempo conmigo. Por quitarte horas de sueño. Por la fe ciega que te tengo. Y ahora, por la seguridad de un mismo techo.

Porque no tengo que esforzarme, lo haces todo fácil. La vida es bonita a través de ti. Has marcado mis pasos y has dejado una cicatriz curiosa, de las que uno está orgulloso; de las que no duelen.

Te doy las gracias por formar parte del pasado, estando en todos mis presentes.  Por ser transparente y real. Con tus cagadas. Tus manías y recelos. Con tu cariño incondicional y los enfados que nunca son de verdad. 

Por haber hecho de mí alguien un poco mejor gracias a tu incapacidad de abandonar, huir o dañar. Con tu facilidad por construir, cuidar y dar sentido a este pequeño trozo de mundo. Te doy las gracias, y a quién sea que nos haya colocado en medio de este fregao', porque iluminas cada rincón y haces que parezca enorme. 

Eme, qué quieres que te diga...Me da pena todo aquél que no tenga en su vida una suerte como tú. Y siento lástima de todos los que se hayan atrevido a reírse de ti. Porque ni en cien años conocerán el amor verdadero.

Y es que el amor verdadero sí que existe. Joder, se llama amistad.

martes, 18 de septiembre de 2012

De tópicos, barbaridades y otras rutinas

Mientras subía al tren zambullida en un debate interno de dudosa procedencia, me vi sorprendida por un vagón repleto de gente y bultos, la mayoría seguramente superfluos. Inspeccioné rápidamente el compartimento con la escasa fe de encontrar un asiento libre o, en su defecto, un alma caritativa que me cediera el sitio, sin confiar demasiado en que alguien fuera a adivinar por arte de magia lo inmensamente cansada que estaba esa tarde. 

Al final del pasillo estrecho y francamente destartalado (¿Usted sabía que por los raíles catalanes circulan el 40% de los trenes considerados obsoletos construidos por el Estado durante los 70? -si tiene tiempo, lea la Vanguardia, y seguro que en su memoria queda grabado algún dato aparentemente irrelevante)... Pues bien, al final de ese pasillo viajaban, en un grupo bastante numeroso, varios africanos vistiendo coloridos atuendos y calzando sandalias con calcetines. 

Creí que se desplegaba un coro angelical a través del hilo musical del vagón cuando aprecié que entre ellos había un hueco sin ocupar. Un chico bastante joven se levantó para dejarme pasar y acomodarme a su lado como pudiera, maleta incluida. En seguida me fijé en cómo interactuaba con sus acompañantes y en el  tono de las palmas de sus manos. Me sorprendió que fuera tan oscuro, así como el color de sus dientes, que no acababa de destacarle en el rostro casi azabache. 

Seguro que se dio cuenta rápidamente de la curiosidad (sin llegar a la impertinencia, claro está) que me caracteriza y se decidió a hablarme. Me preguntó por mi casa, mis estudios y mi cultura y aunque me aseguró que a penas llevaba cuatro meses en Catalunya, tenía un acento español casi perfecto. Me contó que se dedicaba a vender objetos de imitación en un puesto de la playa de Vilanova, pero que ese verano la suerte no estaba de su parte y la de sus colegas. Por eso creo que se mostró interesado por saber con qué tipo de afluencia turística contaba mi pueblo, por aquello de trasladar su puesto a otro sitio más fructífero. Yo, que acababa de terminar mi contrato en el sector de la hostelería y la restauración -de camarera, vamos- sabía de lo que estaba hablando y quise aclararle que el chollo de la temporada alta se nos estaba acabando.

De todos modos, el leve suspiro que liberó tras un silencio cortísimo no fue capaz de estropearle la sonrisa que me acompañó la mitad del viaje. Y como yo estaba tan cómoda y además ya se sabe que la confianza da asco, abrí el neceser que llevaba en el bolso y me dispuse a pintarme las uñas de las manos para aprovechar el rato que todavía me quedaba de trayecto. 

Mi nuevo amigo, del que supe que venía de Senegal pero del que no llegué a conocer el nombre, me dijo que le encantaba el olor de mi quitaesmalte. 

- Pues es horrible, no me gusta nada - le dije, espontánea. 
- En mi país no lo venden así. ¿Es muy caro?
- Depende de la marca, aunque no mucho. Lo puedes encontrar en todas partes, incluso en los chinos.
- ¿Un euro?
- Si, seguramente un euro, o menos.
- En mi país por un euro puedes comprar un bote más o menos grande. Pero no de esto. Ese no huele tan bien, pero yo me lo echaba en la camiseta para olerlo. ¡Oh!. Pero este, uno como el tuyo, se lo mandaría a mi mujer de Senegal para las uñas. 

En ese momento yo ya no sabía si aquél chico me estaba hablando de productos cosméticos, de costumbres y familias africanas o simplemente de un tema tan universal como las drogas, o la miseria. Todo lo que hasta entonces se me había pasado por la cabeza sobre sus orígenes y su identidad quedó bastante borroso a partir de esa conversación, que terminó justo antes de que anunciaran su estación y él y el resto de senegaleses cogieran sus paquetes y bajaran del tren, alejándose en fila india muy cerca de las vías. 

Cuando ya no estaba a tiempo de reaccionar, primero pensé en lo tonta que había sido. Podría haber cogido ese maldito bote de acetona y habérselo regalado. Pero todo aquello iba más allá de un simple cosmético de a penas un euro. En seguida empecé a pensar en cualquiera que hubiese sido el pasado de mi fugaz amigo antes de llegar al país. Si habría tenido que luchar contra las penurias para conseguir llegar a la tierra prometida. A la falsa meta de la abundancia y la felicidad. En definitiva, a un nuevo territorio de crisis con otro tipo de desastres en el orden del día. Para salir de guatemala y entrar en guatepeor, que se dice. En todo aquello en lo que habría soñado ese chico cada noche antes de llegar a España y verse poco menos jodido que hasta entonces. En los metafóricos riñones que habría tenido que vender para conseguir un ridículo espacio en una hipotética patera casi de juguete. 

O no. 

Entonces pensé en un adolescente despreocupado, descalzo por las calles de una ciudad turbulenta, que pasa el día esnifando pegamento y vete a saber qué otras mierdas. Pensé en el sueño americano trasladado a miles de inmigrantes que veían España como si fuese el Dorado. Y vi los paseos marítimos de las costas de mi tierra a rebosar de puestecillos de top manta. 

Y justo ahí, en ese vagón casi tercermundista, acompañada del traqueteo y las vistas de la petroquímica tras la ventanilla pintarrajeada por algún gamberro made in Spain, me encontré en una de las encrucijadas más inesperadas e idiotas que se me han presentado nunca. Llegué a una contradicción e incoherencia tan absolutas, que no supe que más pensar. 

Acabé más confundida de lo que había subido al tren una escasa hora antes, cuando contemplaba la posibilidad de haberla cagado con los zapatos que llevaría a la cena a la que me dirigía. Y puesto que las dudas morales y existencialistas nunca se me dieron bien y además a mí me gustaba dormir bien por las noches como a la mayoría de mis compatriotas, seguí pintándome las uñas de las manos e incluso pensé en darme otra mano de rimmel. 

domingo, 16 de septiembre de 2012

Cosas que hacer antes de ser adulta

Esta semana he ganado un par de quilos. 
Y la verdad es que no he comido mal, ni tampoco mucho. La verdad es que sólo me alimento a base de autocompasión y agua del grifo. 

Lo que me pesa es tu ausencia, que se me ha instalado en los hombros. Las paredes de este piso son cada vez más estrechas, y el suelo se hunde bajo mis pies a cada golpe de realidad. 

Y aunque me ha costado, he decidido empezar una nueva dieta. He pensado en despedirme de ti, por aquello de hacer borrón y cuenta nueva. Nada de falsas esperanzas y medias sonrisas. Quiero despedirme de todo lo que tiene que ver contigo y el orgullo que lleva lustros llenándome los zapatos de mala conciencia. 

Podría empezar ahora mismo, pero mañana es lunes. Mañana empiezo la dieta. 

lunes, 27 de agosto de 2012

Una historia común sin final ni principio

Desperté en una cama suave y calentita, aunque excesivamente acolchada para mi gusto. Todo estaba muy oscuro a mi alrededor, pero por el tacto de las paredes me pareció adivinar una tela satinada a modo de papel pintado. La verdad es que ese habitáculo me era totalmente desconocido. 

El último momento que recordaba haber vivido tuvo lugar en mi casa, un taller artesano de la calle del Pi. Allí me había criado y había pasado una juventud estupenda junto a mi familia y amigos. De hecho, todavía tenía presente a mi madre sujetándome en brazos y mostrándome orgullosa a las visitas que llegaban a la tienda. Mi casa siempre estuvo muy concurrida. A ella le encantaba recibir gente constantemente. Era una mujer muy abierta y extrovertida, entusiasta de su trabajo y tremendamente servicial. Aunque si tuviera que encontrarle algún defecto, por aquello del rigor autobiográfico, diría que tal vez vivía demasiado de cara a la galería. De hecho, su afán por presentarnos a mí y a mis hermanos en sociedad me hizo llegar a considerarla sutilmente exhibicionista. Sin embargo, yo me había acostumbrado  a mantener la compostura y a procurarme un aspecto radiante para contentarla y quedar bien. 

Debido a que mi padre nunca estaba en casa, por andar de aquí para allá reunido y cerrando negocios, mi madre empleó a dos solteronas que con el tiempo se habían convertido en nuestras tías postizas. Junto a ellas pasábamos la mayor parte del día jugando en la tienda, puesto que nos mimaban mucho y encima nos cedían espacio para divertirnos. 

La verdad es que nunca me planteé independizarme. Pese al empeño que ponía mi madre en presentarme a personas interesantes y destacar mis cualidades para que cumpliera sus expectativas y fuera alguien de provecho, si por mi fuera, me habría quedado toda la vida en aquella casa. 

Nunca lo habíamos hablado directamente, pero, cuando desperté en aquella habitación extraña, tuve la corazonada de que habían elegido por mí. Me invadió un tremendo sentimiento de soledad y abandono. No sabía dónde estaba y me sentía totalmente desamparado.  Busqué con nerviosismo alguna forma de iluminar la estancia para conseguir reconocer algún rincón. Pero me resultó imposible. Todo aquello era muy distinto. En casa, mi habitación estaba repleta de ventanales. Además, siempre dormía acompañado de mis hermanos. Nunca me había sentido tan vacío como en aquel momento. 

Pronto me di cuenta que que ese lugar era ridículamente estrecho para alojarme. Pensé que tal vez se trataría de una broma de mal gusto. Incluso podrían estar preparándome una fiesta sorpresa por mi reciente cumpleaños. 

Mientras intentaba ordenar mis pensamientos y calmarme un poco, noté una gran sacudida y me tambaleé por todo el espacio, golpeándome con las cuatro paredes de lo que parecía un cubo de Rubik. Estaba a punto de desmayarme cuando, de repente, alguien abrió algo similar a una puerta y la luz casi me dejó ciego después de tantas horas a oscuras. A través de la rendija que quedó ajustada pude adivinar cómo me sujetaba un hombre de mediana edad, cuya silueta se iba definiendo cada vez más y más. Trajeado, con entradas en el pelo pero luciendo una sonrisa de oreja a oreja. Me cayó bien de inmediato. Aunque no sabía quién era ni qué estaba haciendo yo a su cargo. 

Me miraba con entusiasmo y dulzura, como si yo le transmitiera una profunda felicidad. Y yo que peco de demasiado prudente, no quise estropear el momento y no osé preguntarle nada que pudiera ocasionarle algún disgusto. Si se trataba de alguien cercano y yo no le reconocía o le correspondía, le causaría una gran frustración. Además, mi habitáculo seguía temblando, cosa que sacó a relucir sus nervios e impaciencia. Seguí observándole. Parecía estar cavilando, como si esperara el momento perfecto. Ese hombre me inspiró tanta ternura que enseguida quise saber más cosas sobre su vida y su familia.  

Ya que mi curiosidad iba en aumento progresivo, empecé a fijarme en el entorno. Estábamos en la calle, detenidos delante de la puerta de una casa unifamiliar de color blanco, con una escalinata de ladrillos y una barandilla de hierro adornada con macetas de colores. Parecía un hogar sano y feliz. Me alegré de estar allí. Tal vez ésa iba a ser mi nueva casa. 

Pronto, la impaciencia de mi nuevo amigo se me contagió. No quería esperar ni un segundo más para conocer todos los detalles. Quería descubrir su nombre, su trabajo y, sobre todo, que me presentara a sus seres queridos. Mi nuevo amigo, al que llamaré X como medida preventiva, se levantó de un salto del peldaño en el que se había sentado a reflexionar, musitando casi para sus adentros algunas palabras de ánimo que a penas pude entender. Sacó un juego de llaves y abrió la puerta de la casa. Nada más entrar, yo quedé impresionado de lo bonita y acogedora que era por dentro. Incluso de la cocina llegaba un suave aroma a cena recién hecha. Definitivamente se trataba de un hogar muy dichoso y agradable. 

X parecía buscar a alguien por las habitaciones del piso de abajo y, al no dar con su objetivo, llamó cariñosamente a otra persona, Y, que decidí que era su pareja a juzgar por el tono de voz que había empleado. A la tercera o cuarta vez que repitió la misma operación sin obtener respuesta, X empezó a subir las escaleras de caracol que había justo en medio del salón y yo de repente volví a quedarme a oscuras, mientras retumbaba, como si él hubiera querido esconderme. Noté mucha presión en el pecho. Estaba histérico. Quería salir, respirar, conocer a la dueña de la casa, gritar...¡algo! Que alguien me contara qué estaba sucediendo allí fuera. No era justo. Me habían privado de información en el momento más inoportuno. 

X llegó a la puerta de una habitación del piso de arriba, desde el que se escuchaba un tema de Heavy Metal reproducido a toda pastilla. Oí el chirrido de la madera y cómo mi amigo avanzaba dos pasos justo para cruzar el umbral. Se detuvo en seco. Allí dentro la música todavía sonaba con más fuerza. Tras unos eternos segundos sin que nadie pronunciara ni una palabra, X gritó.

-¡¿Y?! ¿Cómo has podido? ¿Cómo has podido hacerme esto a mí?

De repente mi lecho volvió a agitarse, esta vez con mucha más rapidez y violencia. X sostenía el cubículo en la mano y, de un golpe seco, lo estampó contra el suelo de madera. De la velocidad, yo salí disparado y me quedé postrado. Ycon cara de estar a punto de sufrir un ictus, se encontraba incorporada en la cama de matrimonio junto a un tal Z, que se había quedado inmóvil. Ambos estaban desnudos aunque escasamente tapados con las sábanas. 

Cuando me recuperé del shock, todavía tuve tiempo de presenciar como X se alejaba de espaldas y corría escaleras abajo, dando un portazo desde la entrada de casa. Y, con lagrimones de rimmel corriéndole por las mejillas sonrojadas, se levantó rápidamente de la cama y me recogió del suelo con las manos. Yo, desde las alturas, vi cómo mi habitáculo se quedaba tirado en la esquina del cuarto, abierto de par en par. Era un estuche de la joyería del Pi, la clásica caja para anillos de compromiso. 

Instantáneamente, recuperé la memoria, el sentido de mi vida y mi condición de objeto.

sábado, 18 de agosto de 2012

9:12 a.m.


Casi no sé quién eres. Tú lo has dicho, nos hemos visto a penas tres veces. Y desde el primer día ya no puedo dejar de mirarte. Cada vez que lo hago soy nueva e inexperta. Parezco un robot estropeado y tú un regalo a punto de abrir. Soy una niña ansiosa, una amateur, un pez con menos de tres segundos de memoria. Una toxicómana. Seguramente a los demás les debo parecer un poco estúpida vista en perspectiva. Porque te miro y al cabo de un segundo me he perdido en tus ojos. Ya no recuerdo nada más. Me paralizas, y aunque tengo la sensación de que existes en mi vida desde siempre, te miro y no sé qué hay más allá. Eres un pequeño muro de hormigón armado. Y la dificultad por franquearlo no me quita las ganas ni el empeño. Joder. Eres una cuerda larguísima de la que no me cansaría nunca de tirar, porque tengo curiosidad por ver qué hay en el otro extremo.

No sé cómo lo haces pero has conseguido que sólo piense en ti y en esos malditos ojos. La verdad es que no tienen nada de especial. Son ojos corrientes. Ni muy pequeños, ni muy grandes. No son de un color exótico ni especialmente alegres. Sólo que son tuyos. Y eres la persona más jodidamente genial que he conocido. Creo que eso me basta para convencerme de una forma más o menos lógica de que no estoy loca. Tú y tus ojos. Clavados en los míos. Rodeados de gente y sólo te veo a ti. Con el semblante serio que te caracteriza y ese resquicio de tristeza que todavía te hace más interesante. Hay un halo de intriga que te envuelve y te hace parecer vulnerable. Y aunque sé que en realidad eres mucho más fuerte que yo, me dan ganas de abrazarte y protegerte entre los dedos. Y aun siendo  muy egoísta por mi parte, me dan ganas de cogerte y no soltarte nunca más.

Eres imperfecto en su punto justo. Y me has machacado. Una noche contigo ha sido suficiente para dejarme KO. No puedes hacerme sentir tan segura y protegida. Debería estar prohibido que me hicieras tan feliz en tan poco tiempo para luego abandonarme aparentemente despreocupado. Soy una inconsciente y ahora todo me recuerda a ti. Incluso las cosas que no tienen nada que ver contigo. Soy un autómata de mis emociones. Yo, hecha de cartón piedra poco resistente a los golpes. Me has atravesado la piel con las manos y me has calado hondo. Así, sin más. Habiéndonos visto a penas tres veces. Una noche y me he olvidado del orgullo, los problemas, el estrés y el dinero. Me he olvidado de todo lo que va más allá de una noche y unas cuantas horas más. De las tejas iluminadas por un sol reciente y un sofá demasiado estrecho para dos. De todo lo que va más allá de ti acariciándome el pelo mojado y susurrándome al oído que aquello era una locura. ¿De dónde has salido? Eres un marciano. Me has curado y me has estropeado a la vez. Me has dejado inservible para todo aquello que no se relacione contigo. Joder. Llevarte a la estación y decirte adiós fue como un martillazo en la cabeza. Pum. Realidad. Aquí estoy. Si sólo sirvo para estar contigo y te has esfumado, dime qué narices hago yo ahora. Exijo la hoja de reclamaciones; esta máquina es defectuosa.  

lunes, 30 de julio de 2012

'Yo es que soy más de salado'

Sabía que estaba a punto de conocerte. Te estaba esperando. Todavía existía un pequeño hueco acolchado entre mi amarga memoria y el vello de punta. Todavía me quedaba cierto brillo en los ojos. Eso sí, la sorpresa me andaba escaseando y ahora casi ni se aprecia. Eres uno más en mi lista de causas frustradas. Por eso mi disminuida capacidad de fascinación me impide darte una cordial bienvenida. La verdad es que no te la esperabas y en realidad no sé si la mereces. Para qué. ¿Sabes ya cuánto abrazos cálidos he malgastado? ¿Sabes cuánta energía se ha desperdiciado rodillas abajo? Lo siento. Sé que no es justo que tú pagues por ello, pero conmigo no funciona la suerte del amateur. Eres el enésimo culito que se acomoda en estas tierras, que a punto están de ser desierto. Y ya casi ni me emociono. Ya ni siquiera levanto los párpados. Aunque todavía guardo alguna que otra sonrisa... Y tal vez incluso te cure las heridas de los brazos y roce tu frente con mis dedos. Hasta me pillarás en más de una ocasión contemplándote la espalda. Y las manos. Pero eres uno más en mi lista de fracasos anunciados. Eres mediocre. Y sé que no te instalas definitivamente. Yo misma sé que mis ganas tienen fecha de caducidad. Que no tengo amor, sólo celos de mentira y angustia de quita y pon. Serás mi aliento y al día siguiente mi perdición. Creeré que esto es cariño y al poco tiempo maldeciré tu llegada. Pero guardaré a buen recaudo los pocos sentimientos que conservo auténticos. Y, durante un rato, le venderé a mi corazón una obsesión disfrazada de afecto. Una historia de carencias. Un simulacro de flechazo.

Sé que no eres tú. Eres un sustituto. Aunque no sé de quién. El clavo después de otro clavo que no conozco. No eres nadie. Eres vulgar. Otro más. O eso me gusta creer (porque me encanta tu espalda. 
Y tus manos.)

lunes, 2 de julio de 2012

Prepárate para equivocarte

Desde aquí, y con toda la indignación que he ido procesando mientras fregaba los platos -hay que decir que para las mentes dispersas como la de una servidora, las tareas domésticas son actividades relajantes y estimulantes a la vez- quiero arrojar una queja a los fabricantes de postales y mensajes de felicitación. 

Cuando cumplí los 18 años llegó a mis manos una de las típicas tarjetas de cumpleaños, esas que, con perdón, siempre imagino siendo redactadas en talleres clandestinos por chimpancés esclavizados. Llevaba escrita una lista de cosas por las cuales se sabe que una persona ha llegado a la edad adulta y puede considerarse un individuo productivo de la sociedad. 

Entre ellas, todos los tópicos conocidos y tan recurrentes entre amigos y familiares el día que no tienen más remedio que felicitarte: "Ahora ya puedes ir a la cárcel, ten cuidado con lo que haces"; "Por fin tienes edad para sacarte el carné de conducir"; "¿A quién vas a votar en las próximas elecciones?" (y otras versiones un poco más actualizadas provenientes de entornos algo psicóticos como el mío: "Ya podemos irnos al bingo o visitar un prostíbulo".

Por aquél entonces andaba tan emocionada queriendo cumplir esa serie de requisitos que no tuve tiempo de pensar en estereotipos ni convenciones, qué queréis que os diga. Pero cuando una está a punto de cumplir los 20 y la cosa ya empieza a ponerse seria (una carrera a medias, la semiindependización -que consiste en mudarse de casa de los padres a un piso pagado por los padres-, buscar un trabajo para los fines de semana y ocuparse en no ser un despojo del sistema...) llegan las dudas y los existencialismos.

Así que quiero reivindicar mi propia lista de pautas que dan la bienvenida a la edad la adulta y hacen que pases de soñar con los príncipes azules de Walt Disney (yo nunca llegué a hacerlo, pero tengo amigas "normales" que sí) a preocuparte por que lo que no destiña sea la ropa de tus primeras lavadoras.

Lo primero que me hizo darme cuenta de que me hacía mayor fue perder la capacidad de sorpresa. Aun así, tengo que confesar que soy la típica chica que se emociona si ve anunciada en la tele la película que ha visto repetida tropecientas veces y también dar gracias al cielo por conservar mi curiosidad por los cambios. El caso es que un buen día perdí la gran virtud de sorprenderme por la llegada de malas noticias. Puede parecer una chorrada, pero para mí fue síntoma de padecer el terrible síndrome del conformismo. Y si hay algo que no soporto de los adultos es eso, el "qué se le va hacer" mientras se sigue sujetando el periódico con una mano y la taza de café con la otra. Cuando en España tres de cada cuatro matrimonios acaban en divorcio y alguien se suicida cada dos horas y media, la verdad es que la cosa está cruda. Perdemos a golpes agigantados el don de la reivindicación y la ilusión por las metas. Pero, como primer paso para ser aceptada en este mundo de "mayores", tardé poco en resignarme y encogerme de hombros ante mi nueva característica como adulta.

La segunda fase llegó pocos días más tarde. Mi curiosidad fielmente conservada me hizo empezar a fijarme en los individuos que me rodeaban y que formaban parte de mi nueva especie. Hay que decir que la tarea de observadora me ha salvado de muchas horas muertas en mis trayectos de metro y esperas en la cola del supermercado. A veces imagino que soy una investigadora que está inmersa en algún estudio etnográfico (y qué narices, las conclusiones, resultado de la intuición, nunca están de más aunque no se tenga ni idea de Sociología). 

A parte de descubrir facetas del comportamiento humano en situaciones en que uno cree que no es visto (confirmando que realmente somos como somos en momentos de falsa intimidad) y catalogar varios de los especímenes que  pueden encontrarse a pie de calle, me he dado cuenta de algo mucho más sencillo, próximo y hasta estúpido. Las personas son tan tontas en su etapa adulta como han demostrado serlo con anterioridad. Dicho de otra forma, los adultos, por el simple hecho de serlo, no tienen más razón, ni las cosas más claras, ni la verdad absoluta sobre el mundo universal.

Me di cuenta de ello cuando empecé a tratar de tú a tú a mis nuevos congéneres, a dar mi opinión, a inmiscuirme en las conversaciones sobre temas supuestamente serios y a elegir por mí misma la mejor forma de equivocarme, aparcando, en cierto modo, sus consejos y advertencias. 

El caso es que llegó el día en que, en vez de mandarme callar o soltar algún eufemismo que edulcorara una realidad demasiado dura para una cría, los adultos de mi alrededor callaron durante unos segundos ante mis aportaciones, que seguramente acabarían por no aceptar. 

El mero hecho de considerar mis humildes conocimientos como pollito recién salido del nido, y ese hecho ocurrido paralelamente a mi consciencia como trozo de nada en toda la faz de la tierra, me hizo darme cuenta de la contradicción de los argumentos que hasta entonces se habían aplicado para excluirme del orden del día. Me percaté de que ellos, conocedores de mi mayoría de edad, habían experimentado un cambio de chip en el cerebro, una especie de "clic" que hizo que de repente mi papel en cuestiones importantes cobrara cierto sentido. 

En ese momento yo sabía que no sabía nada, que no tenía ni idea de todo aquello que se llevaban entre manos. Pero creo que ellos tampoco. 

Ser adulto es aceptar responsabilidades, asumir cambios y malas rachas. Es aprender a decir adiós y a tolerar las decisiones de los demás. Pero muchas veces nada tiene que ver con tener mucha o ninguna idea sobre qué hacer con nuestras vidas. Los adultos son igual de desequilibrados que los que todavía no son considerados como tal. Tienen las mismas dudas existenciales, o incluso más todavía. A veces opinan sin tener ni idea, pues existe cierta edad que los avala y les garantiza, en ocasiones injustamente, cierta relevancia en la comunidad de especímenes de la misma tribu. Incluso todavía hay algún que otro preocupado porque su ropa destiñe en la lavadora.

Lo único que realmente tengo claro es que crecer es aprender. Y seguramente los adultos que verdaderamente han crecido, lo han hecho a base de tropiezos -a poder ser reiteradamente con la misma piedra- y errores. Como bien dice el refranero (otra de las condiciones indispensables de tu nueva etapa vital pasa por conocer el puñetero pero sabio refranero español, sino no podrás ser nunca un abuelo/a respetable): más sabe el diablo por viejo que por diablo. Pues bien, el adulto no sabe más por ser adulto. Todo depende del adulto.

Cuando mis hijos, si es que algún día los tengo, cumplan 18 años recibirán una tarjeta de felicitación (si es que para entonces todavía se escriben tarjetas) que me encargaré de confeccionar yo misma con esmero: "prepárate para equivocarte".

domingo, 1 de julio de 2012

El sistema de la mentira

Siempre he creído que el arrepentimiento es el analgésico de los moralistas y el anestésico de los cobardes. 
A pesar de la enorme atrocidad del mundo, todavía se me entelan los ojos ante algún golpe de suerte.

Todavía cruzo la calle sin mirar, confiando en el destino. Todavía sonrío si algún niño me saca la lengua o el gato, en medio del pasillo, me hace tropezar por las mañanas. Todavía conservo ese toque de ingenuidad que me hace estamparme contra el suelo y levantarme sacudiéndome las rodillas de polvo. Y aun reservo una pizca de ignorancia que me hace creer en las maravillas de esta vida de plástico. 

El resto es escepticismo y ganas de vivir corriendo. A gritos; en contra-picado. Amontonando los detalles en la silla de mi cuarto. El resto es subir la cabeza de vez en cuando para oír con la mirada la brisa entre las hojas y la lluvia helada en los párpados. El resto es recorrer a nado las olas de tus piernas y las carreteras de tus manos. Siempre con un resquicio de orgullo y la chispa de miedo que nunca me falla. Que me acompaña en caminos de piedra y discursos descompasados. Es mi amuleto. Mi cuaderno de abordo. Guardando cada recuerdo en las pecas de los brazos.

A pesar de la enorme hipocresía del mundo, todavía quedan instantes felices. 

La felicidad es momentánea. Un suspiro entrecortado; un silencio a tiempo. La felicidad, a veces, es ignorancia. Ingenuidad. Inocencia. Y todo eso, a veces, eres tú. 

lunes, 25 de junio de 2012

Voy buscando en la basura unos labios que me digan 'Esta noche, quédate'

Íbamos corriendo de la mano calle abajo. Yo, con tu sudadera puesta, temblaba de frío y miedo al compromiso.

Cada vez me sujetabas con más fuerza, como si temieras que en cualquier esquina pudiera romperme en mil pedazos. Parecías impedir que me esfumara un poco más a cada paso que dábamos. A veces injustamente creo que esa hubiese sido la mejor opción. 

Tú siempre habías apostado por esa relación tormentosa. Eras como siempre había imaginado que sería yo en esos casos. Estabas loco, y me encantabas por ello. Gritábamos a pleno pulmón y pisábamos los charcos de todas las calles de la ciudad. Gritábamos al mundo que todo nos importaba un carajo, que estábamos vivos y que al diablo con todo lo demás.

Más de una vez, a punto de tocar las seis de la mañana, habíamos recibido insultos de alguna vecina gorda quejándose de nuestros alaridos. Todo nos daba igual. Nos reíamos histéricos. Parábamos en algún rincón y yo acostaba la cabeza en tu regazo, evitando pensar que eso era lo único que necesitaba para ser feliz.

Yo nunca habría dado ni un duro por nosotros, empezando por mí y por lo poco que confiaba en mis capacidades emocionales. Soy una inútil sentimentalmente hablando. Siempre lo he sido. Pero tú lo sabías y cerrabas los ojos cada vez que intentaba recordártelo.

Y me empeñaba en luchar a contracorriente, hablándote con vehemencia de mis fallos, insistiendo. Tú me ignorabas y me apretabas la mano más fuerte. "Corre, corre y punto. A la mierda el pasado". 

Y allí estábamos, corriendo de la mano calle abajo. Yo me odiaba a mí misma y te odiaba a ti también. Con toda mi rabia. Con ganas. Odiaba que hicieras que te quisiera tanto. Odiaba haberme dejado ir, sin más, entre tanto recelo y alguna que otra caricia. Odiaba depender de ti, alguien con tantos defectos como yo. Odiaba el amor. Odiaba tus dedos sobre mi espalda y los escalofríos que nunca pude evitar.

Pero antes de que soltara tu mano y parara en seco, en medio de esa calle de farolas fundidas, todavía aceleraste más el paso. Exhalaste aire, cargado de lluvia ácida, y pronunciaste las palabras que me condenaron.

Yo ya no pude detenerme nunca más. Íbamos tan rápido que las lágrimas se me secaban mejilla arriba. Me habías pillado desprevenida. De un golpe bruto, jaque mate. En ese momento te odié para siempre. Tú juraste que también lo harías.


miércoles, 20 de junio de 2012

Reinicie el equipo

Como siempre, llegas tarde y llegas mal. Llegas cuando soy vulnerable y  estoy llena de miedo. Cuando, si me rozas, saltan chispas. No es por ti, no te lo creas mucho. No es por ti en concreto. Es porque llegas cuando tengo los sentimientos mojados y calados por dentro. Llegas cuando estoy hasta las narices de posponerlo todo.

Necesito precipicios y llegas tú. Pero llegas tarde y mal. A medias. Llegas para ponerme la miel en los labios. Para dar otra vuelta de tuerca a este laberinto de celos. Llegas para siempre y te vas para nada. Me dejas sin poder saltar al vacío.

Suerte. Mala suerte. Definitivamente no existen el karma, ni el destino, ni el futuro si no es a tientas. Sólo gotas que colman el vaso. Un vaso, diminuto, de agua salada. 

Sólo el tiempo contenido en las miradas, que no hablan porque no tienen nada que decir; en las caricias que no existen porque es mejor el silencio; en la brisa que no corre porque estoy atrapada entre espadas y paredes; en el hambre que mi mal humor destruye a golpes. Sólo el tiempo comprimido y convertido en un susurro. 

Llegas antes de dormirme. Cierro los ojos. Los abro y ya no estás.
No me busques explicaciones. No las tengo. 

jueves, 31 de mayo de 2012

Sweet child. Mensaje optimista para viajeros tristes.

A vivir temblando de futuro. Segundos, siglos. Siempres, nadas.
Sábanas limpias. Olor a pan recién hecho. Una clara bien fría. Noches despejadas. Carreteras desiertas. Filosofar sobre nada y sobre todo. Arreglar el mundo en dos cafés. Montañas confundidas entre nubes. Tumbarte en la hierba después de llover. Que llueva. Que truene. Y que la tormenta dure tropecientos días. Luego el cielo azul. Un cielo rojo desde el balcón. Acariciar las palmas de las manos. El chocolate. Mucho chocolate. Siempre más y mejor. Conversaciones eternas. Risa tonta. Silencios que lo dicen todo y palabras innecesarias. Omitidas. Brisa entre los dedos. MÚSICA. El traqueteo del tren que te lleva a ninguna parte. Los recuerdos. Los lugares dónde todavía no tienes recuerdos. La tierra mojada. Los calcetines de rayas y los discos de vinilo. Arriesgar aunque no sepas qué viene después. Coger el coche y perderte entre los árboles. Las tardes casi veraniegas y la playa de noche. Estrellas. Subir al primer avión que salga a nosédónde. Ver dormir. No dejar dormir. Amanecer despiertos. Ojos cegados por el sol. Cantar aunque sea mal. Y aunque haya mucha gente mirando. Echar de menos. Comer con las manos, ¡joder! Lo que tarda en llegar y merece la pena. Lo que llega de improvisto y te llena los bolsillos de suerte. Saber qué es suerte. Andar descalzo. El odio que al final nunca se queda en odio.  Ser malhablado de vez en cuando y cagarte en las injusticias de este puto mundo. Tocar fondo para subir. Parar a respirar y que le den a todo. La foto de un día que fue un completo desastre. Gritar hasta reventar. Enamorarte en el metro. Cerrar los ojos y dar vueltas hasta marearte. La maldita curiosidad. Hacer sonreír a unos ojos tristes. Impulsos. Tomar impulso. 

El tiempo deteniéndose en un abrazo.

martes, 22 de mayo de 2012

Interrumpida

¿Y si toda tu vida ha sido una mentira? Una historia borrosa que alguien soñó con los ojos a medio cerrar una noche de juerga. Alguien destinado a encontrarte. ¿Y si el destino no existe? 

Despiertas, de golpe, en una habitación a oscuras. El tiempo se detiene, pero sólo para ti; sólo allí dentro. Observas las cuatro paredes que te rodean a modo de contenedor de cartón piedra. Y te das cuenta de que la vida no existe. Que es una mentira. Que son cuentos que alguien te contó de pequeña para que dejaras de dar la brasa; para que te comieras la verdura. 

La vida, como  la perfección, no existe. Existen instantes, momentos de mierda, momentos fugaces; rimmel corrido y rizas forzadas. Existe la paz volátil y la lluvia que cala más el corazón que los huesos. Existen las horas con olor a pasado; existe el futuro a tientas y, a ratos, en blanco y negro. Tú no existes. No existes como te han inventado, ni siquiera existes tal y como te reconoces. 

De hecho, sólo existes cuando existen los segundos que te forman, que te pellizcan la piel dejando cicatriz. Existes en la marca de las sábanas, los zapatos mojados y las manchas de carmín en cuello ajeno. Existes, solamente, en la vida de otros. Si es que no es todo una mentira. Si es que, de repente, alguien que estaba destinado a encontrarte te conoció fugaz.

La vida, amiga, es aire entre los dedos.

martes, 1 de mayo de 2012

Huye del compromiso porque sabe comprometerse

Por todas las veces que te he querido y ha sido una mentira hecha verdad. A medias. Por todas aquellas veces que pensé en necesitarte. Y luego, en tenerte. Y así, hasta el infinito, hasta doler. Hasta hacerse rutina, costumbre, miedo y paz, siempre con regusto amargo y algo de sal. Por cada día que me engañé creyendo que aquello había sucedido por alguna razón. Por cada momento que me quedé sin respiración y fingí no saber por qué. 

Una niña de 10 años atrapada en un cuerpo de adulta, pensando que el amor está en los cuentos y que los sueños, de vez en cuando, se cumplen para los que han nacido con una flor en el culo. Qué drama. Podría haber salido de un manual de autoayuda. 

Una niña que lee poesía antes de acostarse; que en lo único que piensa al despertarse es en buscar una razón para saltar de la cama. Y tú. Sin más dilación, sin complejos. Con todas las redundancias. Tú y la posibilidad remota de verte, entornando los ojos, detrás de alguna ventana o puerta a medio cerrar. Una niña que se encierra en su habitación y pretende no salir en cien años para, así, dejar de buscarte en cada esquina, en cada junta entre dos baldosas. 

Por todas aquellas veces que, de repente, amanecí buscándote pero simplemente no estabas. Porque no existes.

Alguien me dijo una vez que pasa las noches en vela intentando descubrir qué es el arte. Yo me morí de envidia. Porque cuando quiero pensar en arte, sólo pienso en ti. Eres como mi puto oso polar, sentado en una esquina de este cuarto. Que dice que no le imagine, que haga como que no está. 

sábado, 14 de abril de 2012

Mind the gap

Siento haber aparecido en tu vida. Haberlo hecho en el peor momento. 
Siento haberte conocido justo en el instante que tú dejaste de conocerte a ti mismo. 
Siento que nunca podré entenderte del todo, siento que jamás sabré quién eres. 
Siento que los dos estemos en el fondo de un pozo, aunque nunca el mismo, y que no lleguemos a tocarnos.
Siento ser, para ti, la mitad de algo y el resto de nada. 
Siento tocarte el corazón y no rozarte con las manos. 
Siento no poder decirte ni la enésima parte de lo que pienso, ni siquiera con los ojos.
Siento que tú tampoco me comprendas. 
Siento que seamos distintos cuando estamos juntos, y que nos entre el miedo.
Siento haber perdido tantas horas de mí misma alimentando ese rechazo.
Siento haberme intentado convencer de lo poco que significas en mi mundo, tan absurdo, que hasta una historia tan ridícula como ésta tiene una orgullosa cabida. 
Siento haber colocado una coraza, un muro infranqueable, entre pasado y futuro.
Siento no haber tenido tiempo para secar tantas lágrimas. 
Siento haber existido para ti, y no sólo para mí misma. 
Siento haber sentido y habernos engañado a los dos. 
Siento haberme alejado de golpe y siento haber querido volver. 
Siento haber intentado remover tu mundo y dejarlo patas arriba; siento no haberlo conseguido suficientemente bien. 
Siento ser ese desorden molesto, que no llega a tornado pero tampoco a paz. Siento haberme quedado a medias, entre la espada y la pared. 
Siento quererte de esta forma tan particular y a golpes de teclado. 
Siento ser un tú que no encaja. 
Siento ser esa persona tan imperfecta que parece especial. 
Siento esa mano. Siento el vacío justo después. 
Siento tus palabras frágiles, casi de juguete, casi a ciegas, entre miradas de desaprobación. 
Siento soñarte unas cuantas veces al mes. 
Siento que no me hayas odiado del todo. 
Siento tu olor y te busco entre la gente, pero nunca estás. 
Siento necesitar tenerte y siento no haberte tenido. Siento que te pierdo. 
Siento que nunca te llegaré a encontrar. 
Siento que, tal vez, nada de esto exista.
Siento pasar sin pena ni gloria.
Siento noches de recelo y verdades entre bromas. 
Siento que, a veces, duela.
Siento esa telepatía en la que crees y que a veces funciona sin que te des cuenta. 
Siento que aparezcas cuando logro evadirme de ti. 
Siento que podría estar tropecientos días sin dormir.
Siento mi vida pendiente de un hilo, entretejida con la tuya, pero sin anudar. Siento que no puedo echarte. 
Te siento y me jode. Lo siento. 

domingo, 25 de marzo de 2012

Bucle

Necessito desintoxicar-me de tu. De l’olor de tots els petons que hem amagat. De totes les mentides que no ens hem dit, i de massa veritats. Vull desintoxicar-me de promeses mortes i desig intacte. De passes infinites, de genoll amb genoll. I de mirades furtives que potser mai més es creuaran. Què hem de fer? Ofereix solucions. He de desintoxicar-me de tu abans no m’agradis massa. Abans que aquesta història es torni massa cruel per oblidar-se, massa irreal per ser somni i massa lletja per no ser veritat. Abans que l’amor, abstracte i de joguina, es torni odi massa llaminer. Abans que les paraules es tornin addicció i abans que mai arribi l’acte. Necessito desintoxicar-me de tu i el teu silenci, agressiu, per les parets i les portes de cada habitació on m’aturo. De la teva absència que a estones cansa i a estones es torna pau. Desintoxicar-se es la solució; la droga massa atractiva per no fer ferida. Tu no ets tu, són els teus efectes secundaris. 



Y dame vicio en crudo y descalzo,
Que mi juicio se vaya al carajo,
Que no me importe más si terminaré
Prisionero en un carrusel,
Dentro de tu somier.
Tengo escondido tu olor
Al fondo de mi cajón,
Con todas las cosas que el tiempo borró.
Qué suplicio el oficio de restaurador
De corazones locos perdiendo el control.

lunes, 12 de marzo de 2012

A veces querer no es poder

Llamé sólo para decirte "Nosotros". 


Tenía la necesidad imperiosa de ir a buscarte y vomitarte a la cara todo lo que siento cuando pienso en ti, en tú y yo, en lo que éramos. En lo que nunca fuimos. Pedirte que me odies, que hagas lo que sea con todo ese montón de dudas pero lo conviertas en algo útil. 


Y me echaría a correr sin parar hasta encontrarte y gritarte hasta caer rendida o romper a llorar entre impotencia y rabia, como si fuera directa de un punto A a un punto B, fingiendo que no existen los obstáculos, ni siquiera aquellos que yo misma creé y que a veces no me dejan dormir. 


El "y si" de los cojones y su manía de volver cada vez que intento hacer las paces con lo que soy. 


Me gustaría pasar página, hacerte añicos, dejarte en el fondo de un cajón, asumir que eres pasado y que sólo puedo pensar en lo que viene ahora porque no hay otra opción.  Porque ya no puedo vivir del cuento, ni del recuerdo. Aunque éste no exista. Aunque eche de menos algo que nunca ha estado. Porque no existes como te he creado, sino como te he negado desde que te conocí. Un nosotros no existe porque yo nunca quise. Porque no supe lo que quería. Y ahora que lo sé, parece que sólo reacciona la parte pensante. 


Llamé sólo para decirte "Nosotros". Pero colgué antes de que pudieras contestar que ese Nosotros no me incluye a mí.