domingo, 16 de diciembre de 2012

Caminos torcidos

Se despierta con un vacío en la garganta, y en el pecho, y en los tobillos y...Le cuesta recordar dónde está, y qué pasó exactamente la noche anterior.

La cama parece una batalla campal. La mayoría del edredón está en el suelo, el que, por cierto, es inhabitable después de varios días medibles en capas de ropa, libros y otros desastres. 

Abre los ojos y todo cobra un sentido que no le parece lógico. Recuerda la pelea, los gritos bajo esa lluvia ridícula que nunca llegó a tormenta, su pelo mojado pegándosele a la cara, un abrigo demasiado largo y muchísimo daño.

Recuerda cómo le había agarrado el cuello y besado en intervalos de, por lo menos, quince años. O eso parecía entonces. La eternidad y la inmediatez habían dejado de existir desde el momento en qué le había conocido.

Recuerda que estando a su lado todo se empaña y deja de importarle un carajo. 

Se levanta de golpe. Se viste superponiendo un millón de jerséis y bufandas y le falta tiempo para salir a la calle, jurándose que no dormirá sola ni una noche más. El aire gélido le corta los labios, todavía rojos de tantos besos frustrados.

Llega a ese portal tan recientemente habitual y se cruza con una anciana que le abre la puerta. Nunca tres pisos parecieron tan eternos. Esas baldosas de piedra la transportan a borracheras juntos, a lágrimas de felicidad cuando él tocaba el saxo para ella y cuando le rodeaba con los dedos la piel erizada del ombligo. 

Llama al timbre innumerables veces. Nadie contesta. Casi se deja los puños golpeando la puerta, pero no hay pataletas que valgan. Solo tiene esa dirección; ni números, ni correo. Nada más que esas cuatro paredes e incontables días de cortinas corridas y películas en blanco y negro. 

Regresa a la calle a punto de echarse a llorar en medio de todos esos desconocidos, pero prefiere empezar a andar sin mirar atrás.

Pasa el día visitando algunos de los lugares que descubrieron juntos en menos de una semana; prefiere deambular por las calles rotas y estrechas de la ciudad que volver a su piso, un lugar que últimamente le parece hostil y solitario.

Cuando ya no sabe ni quiere pensar, y arrastra bajo los pies el peso de una conciencia asquerosamente sucia, decide regresar a casa. Sube al ascensor y pasa todo el trayecto mirándose esos pies llenos de culpa. 

Abre la puerta, saca las llaves del bolso y, de golpe, ahí estás tú. Sentado en su felpudo. Con cara de frío y la mirada perdida hasta que la ves y te levantas.

A ella le da un vuelco el corazón y, de repente, deja de notar ese vacío en la garganta, en el pecho y en los tobillos y...

Tú no te atreves a decirle nada por miedo a cagarla, por incertidumbre o por de todo un poco.

Ella intuye que llevas esperándola todo el día allí tirado; tú sabes que, seguramente, esta mañana ella ha despertado con la misma sensación que tú. 

Y antes que ninguno de los dos diga nada, por esos nervios que corroboran que no habéis estado tan seguros de algo en vuestra puta vida, por esas ganas que se os comen, y por esa vida que parece que os quema en las manos, todo se empaña y deja de importar un carajo.

En intervalos de, por lo menos, quince años. 

3 comentarios:

  1. Un instante puede tener el valor de una cantidad impensable de años.

    Ojalá sean felices.

    V

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    1. Un instante feliz puede equivaler a toda una vida de espera mediocre?

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  2. Por cierto, muchas gracias por pasarte por aquí y enriquecer esta historia :)

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