viernes, 21 de septiembre de 2012

Eme, a tu lado no me importa ser inmortal


Manda narices. Contigo las frases ñoñas cobran una lógica aplastante. Y hasta me he enganchado a ese programa tan cursi de la tele. 

He estado mirando fotos de cuando no levantábamos metro y medio del suelo y he descubierto que nuestros sueños ya eran tan grandes como ahora. Y gracias al cielo, poquito a poco, los vamos cumpliendo. Es que esas sonrisas tuyas me dan fuerzas. Y siento que la tierra no hubiese existido si no te conociera; sin ti sería un lugar triste y mediocre. 

Mira, reconoce que cuando te aburres lo primero que se te cruza por la cabeza soy yo. Y que me llamas tropecientas veces. Y a mí no me gusta el teléfono, pero resulta que al otro lado estás tú. Y claro que existen los marrones, y el mal humor. También todas y cada una de las piedras (y rocas e incluso cemento armado) con las que tropezamos por ser un poco más que imbéciles. Pero, estando aquí contigo, me gusta el mundo hasta con sus errores y mis miedos. 

Eme, te querré siempre, por dejar que te arranque la risa con tonterías sin sentido. Esas que no le hacen gracia a nadie más por ser ridículas y nuestras.

Por contagiarme de tus ganas. Por perder el tiempo conmigo. Por quitarte horas de sueño. Por la fe ciega que te tengo. Y ahora, por la seguridad de un mismo techo.

Porque no tengo que esforzarme, lo haces todo fácil. La vida es bonita a través de ti. Has marcado mis pasos y has dejado una cicatriz curiosa, de las que uno está orgulloso; de las que no duelen.

Te doy las gracias por formar parte del pasado, estando en todos mis presentes.  Por ser transparente y real. Con tus cagadas. Tus manías y recelos. Con tu cariño incondicional y los enfados que nunca son de verdad. 

Por haber hecho de mí alguien un poco mejor gracias a tu incapacidad de abandonar, huir o dañar. Con tu facilidad por construir, cuidar y dar sentido a este pequeño trozo de mundo. Te doy las gracias, y a quién sea que nos haya colocado en medio de este fregao', porque iluminas cada rincón y haces que parezca enorme. 

Eme, qué quieres que te diga...Me da pena todo aquél que no tenga en su vida una suerte como tú. Y siento lástima de todos los que se hayan atrevido a reírse de ti. Porque ni en cien años conocerán el amor verdadero.

Y es que el amor verdadero sí que existe. Joder, se llama amistad.

martes, 18 de septiembre de 2012

De tópicos, barbaridades y otras rutinas

Mientras subía al tren zambullida en un debate interno de dudosa procedencia, me vi sorprendida por un vagón repleto de gente y bultos, la mayoría seguramente superfluos. Inspeccioné rápidamente el compartimento con la escasa fe de encontrar un asiento libre o, en su defecto, un alma caritativa que me cediera el sitio, sin confiar demasiado en que alguien fuera a adivinar por arte de magia lo inmensamente cansada que estaba esa tarde. 

Al final del pasillo estrecho y francamente destartalado (¿Usted sabía que por los raíles catalanes circulan el 40% de los trenes considerados obsoletos construidos por el Estado durante los 70? -si tiene tiempo, lea la Vanguardia, y seguro que en su memoria queda grabado algún dato aparentemente irrelevante)... Pues bien, al final de ese pasillo viajaban, en un grupo bastante numeroso, varios africanos vistiendo coloridos atuendos y calzando sandalias con calcetines. 

Creí que se desplegaba un coro angelical a través del hilo musical del vagón cuando aprecié que entre ellos había un hueco sin ocupar. Un chico bastante joven se levantó para dejarme pasar y acomodarme a su lado como pudiera, maleta incluida. En seguida me fijé en cómo interactuaba con sus acompañantes y en el  tono de las palmas de sus manos. Me sorprendió que fuera tan oscuro, así como el color de sus dientes, que no acababa de destacarle en el rostro casi azabache. 

Seguro que se dio cuenta rápidamente de la curiosidad (sin llegar a la impertinencia, claro está) que me caracteriza y se decidió a hablarme. Me preguntó por mi casa, mis estudios y mi cultura y aunque me aseguró que a penas llevaba cuatro meses en Catalunya, tenía un acento español casi perfecto. Me contó que se dedicaba a vender objetos de imitación en un puesto de la playa de Vilanova, pero que ese verano la suerte no estaba de su parte y la de sus colegas. Por eso creo que se mostró interesado por saber con qué tipo de afluencia turística contaba mi pueblo, por aquello de trasladar su puesto a otro sitio más fructífero. Yo, que acababa de terminar mi contrato en el sector de la hostelería y la restauración -de camarera, vamos- sabía de lo que estaba hablando y quise aclararle que el chollo de la temporada alta se nos estaba acabando.

De todos modos, el leve suspiro que liberó tras un silencio cortísimo no fue capaz de estropearle la sonrisa que me acompañó la mitad del viaje. Y como yo estaba tan cómoda y además ya se sabe que la confianza da asco, abrí el neceser que llevaba en el bolso y me dispuse a pintarme las uñas de las manos para aprovechar el rato que todavía me quedaba de trayecto. 

Mi nuevo amigo, del que supe que venía de Senegal pero del que no llegué a conocer el nombre, me dijo que le encantaba el olor de mi quitaesmalte. 

- Pues es horrible, no me gusta nada - le dije, espontánea. 
- En mi país no lo venden así. ¿Es muy caro?
- Depende de la marca, aunque no mucho. Lo puedes encontrar en todas partes, incluso en los chinos.
- ¿Un euro?
- Si, seguramente un euro, o menos.
- En mi país por un euro puedes comprar un bote más o menos grande. Pero no de esto. Ese no huele tan bien, pero yo me lo echaba en la camiseta para olerlo. ¡Oh!. Pero este, uno como el tuyo, se lo mandaría a mi mujer de Senegal para las uñas. 

En ese momento yo ya no sabía si aquél chico me estaba hablando de productos cosméticos, de costumbres y familias africanas o simplemente de un tema tan universal como las drogas, o la miseria. Todo lo que hasta entonces se me había pasado por la cabeza sobre sus orígenes y su identidad quedó bastante borroso a partir de esa conversación, que terminó justo antes de que anunciaran su estación y él y el resto de senegaleses cogieran sus paquetes y bajaran del tren, alejándose en fila india muy cerca de las vías. 

Cuando ya no estaba a tiempo de reaccionar, primero pensé en lo tonta que había sido. Podría haber cogido ese maldito bote de acetona y habérselo regalado. Pero todo aquello iba más allá de un simple cosmético de a penas un euro. En seguida empecé a pensar en cualquiera que hubiese sido el pasado de mi fugaz amigo antes de llegar al país. Si habría tenido que luchar contra las penurias para conseguir llegar a la tierra prometida. A la falsa meta de la abundancia y la felicidad. En definitiva, a un nuevo territorio de crisis con otro tipo de desastres en el orden del día. Para salir de guatemala y entrar en guatepeor, que se dice. En todo aquello en lo que habría soñado ese chico cada noche antes de llegar a España y verse poco menos jodido que hasta entonces. En los metafóricos riñones que habría tenido que vender para conseguir un ridículo espacio en una hipotética patera casi de juguete. 

O no. 

Entonces pensé en un adolescente despreocupado, descalzo por las calles de una ciudad turbulenta, que pasa el día esnifando pegamento y vete a saber qué otras mierdas. Pensé en el sueño americano trasladado a miles de inmigrantes que veían España como si fuese el Dorado. Y vi los paseos marítimos de las costas de mi tierra a rebosar de puestecillos de top manta. 

Y justo ahí, en ese vagón casi tercermundista, acompañada del traqueteo y las vistas de la petroquímica tras la ventanilla pintarrajeada por algún gamberro made in Spain, me encontré en una de las encrucijadas más inesperadas e idiotas que se me han presentado nunca. Llegué a una contradicción e incoherencia tan absolutas, que no supe que más pensar. 

Acabé más confundida de lo que había subido al tren una escasa hora antes, cuando contemplaba la posibilidad de haberla cagado con los zapatos que llevaría a la cena a la que me dirigía. Y puesto que las dudas morales y existencialistas nunca se me dieron bien y además a mí me gustaba dormir bien por las noches como a la mayoría de mis compatriotas, seguí pintándome las uñas de las manos e incluso pensé en darme otra mano de rimmel. 

domingo, 16 de septiembre de 2012

Cosas que hacer antes de ser adulta

Esta semana he ganado un par de quilos. 
Y la verdad es que no he comido mal, ni tampoco mucho. La verdad es que sólo me alimento a base de autocompasión y agua del grifo. 

Lo que me pesa es tu ausencia, que se me ha instalado en los hombros. Las paredes de este piso son cada vez más estrechas, y el suelo se hunde bajo mis pies a cada golpe de realidad. 

Y aunque me ha costado, he decidido empezar una nueva dieta. He pensado en despedirme de ti, por aquello de hacer borrón y cuenta nueva. Nada de falsas esperanzas y medias sonrisas. Quiero despedirme de todo lo que tiene que ver contigo y el orgullo que lleva lustros llenándome los zapatos de mala conciencia. 

Podría empezar ahora mismo, pero mañana es lunes. Mañana empiezo la dieta.