lunes, 25 de junio de 2012

Voy buscando en la basura unos labios que me digan 'Esta noche, quédate'

Íbamos corriendo de la mano calle abajo. Yo, con tu sudadera puesta, temblaba de frío y miedo al compromiso.

Cada vez me sujetabas con más fuerza, como si temieras que en cualquier esquina pudiera romperme en mil pedazos. Parecías impedir que me esfumara un poco más a cada paso que dábamos. A veces injustamente creo que esa hubiese sido la mejor opción. 

Tú siempre habías apostado por esa relación tormentosa. Eras como siempre había imaginado que sería yo en esos casos. Estabas loco, y me encantabas por ello. Gritábamos a pleno pulmón y pisábamos los charcos de todas las calles de la ciudad. Gritábamos al mundo que todo nos importaba un carajo, que estábamos vivos y que al diablo con todo lo demás.

Más de una vez, a punto de tocar las seis de la mañana, habíamos recibido insultos de alguna vecina gorda quejándose de nuestros alaridos. Todo nos daba igual. Nos reíamos histéricos. Parábamos en algún rincón y yo acostaba la cabeza en tu regazo, evitando pensar que eso era lo único que necesitaba para ser feliz.

Yo nunca habría dado ni un duro por nosotros, empezando por mí y por lo poco que confiaba en mis capacidades emocionales. Soy una inútil sentimentalmente hablando. Siempre lo he sido. Pero tú lo sabías y cerrabas los ojos cada vez que intentaba recordártelo.

Y me empeñaba en luchar a contracorriente, hablándote con vehemencia de mis fallos, insistiendo. Tú me ignorabas y me apretabas la mano más fuerte. "Corre, corre y punto. A la mierda el pasado". 

Y allí estábamos, corriendo de la mano calle abajo. Yo me odiaba a mí misma y te odiaba a ti también. Con toda mi rabia. Con ganas. Odiaba que hicieras que te quisiera tanto. Odiaba haberme dejado ir, sin más, entre tanto recelo y alguna que otra caricia. Odiaba depender de ti, alguien con tantos defectos como yo. Odiaba el amor. Odiaba tus dedos sobre mi espalda y los escalofríos que nunca pude evitar.

Pero antes de que soltara tu mano y parara en seco, en medio de esa calle de farolas fundidas, todavía aceleraste más el paso. Exhalaste aire, cargado de lluvia ácida, y pronunciaste las palabras que me condenaron.

Yo ya no pude detenerme nunca más. Íbamos tan rápido que las lágrimas se me secaban mejilla arriba. Me habías pillado desprevenida. De un golpe bruto, jaque mate. En ese momento te odié para siempre. Tú juraste que también lo harías.


miércoles, 20 de junio de 2012

Reinicie el equipo

Como siempre, llegas tarde y llegas mal. Llegas cuando soy vulnerable y  estoy llena de miedo. Cuando, si me rozas, saltan chispas. No es por ti, no te lo creas mucho. No es por ti en concreto. Es porque llegas cuando tengo los sentimientos mojados y calados por dentro. Llegas cuando estoy hasta las narices de posponerlo todo.

Necesito precipicios y llegas tú. Pero llegas tarde y mal. A medias. Llegas para ponerme la miel en los labios. Para dar otra vuelta de tuerca a este laberinto de celos. Llegas para siempre y te vas para nada. Me dejas sin poder saltar al vacío.

Suerte. Mala suerte. Definitivamente no existen el karma, ni el destino, ni el futuro si no es a tientas. Sólo gotas que colman el vaso. Un vaso, diminuto, de agua salada. 

Sólo el tiempo contenido en las miradas, que no hablan porque no tienen nada que decir; en las caricias que no existen porque es mejor el silencio; en la brisa que no corre porque estoy atrapada entre espadas y paredes; en el hambre que mi mal humor destruye a golpes. Sólo el tiempo comprimido y convertido en un susurro. 

Llegas antes de dormirme. Cierro los ojos. Los abro y ya no estás.
No me busques explicaciones. No las tengo.