lunes, 2 de julio de 2012

Prepárate para equivocarte

Desde aquí, y con toda la indignación que he ido procesando mientras fregaba los platos -hay que decir que para las mentes dispersas como la de una servidora, las tareas domésticas son actividades relajantes y estimulantes a la vez- quiero arrojar una queja a los fabricantes de postales y mensajes de felicitación. 

Cuando cumplí los 18 años llegó a mis manos una de las típicas tarjetas de cumpleaños, esas que, con perdón, siempre imagino siendo redactadas en talleres clandestinos por chimpancés esclavizados. Llevaba escrita una lista de cosas por las cuales se sabe que una persona ha llegado a la edad adulta y puede considerarse un individuo productivo de la sociedad. 

Entre ellas, todos los tópicos conocidos y tan recurrentes entre amigos y familiares el día que no tienen más remedio que felicitarte: "Ahora ya puedes ir a la cárcel, ten cuidado con lo que haces"; "Por fin tienes edad para sacarte el carné de conducir"; "¿A quién vas a votar en las próximas elecciones?" (y otras versiones un poco más actualizadas provenientes de entornos algo psicóticos como el mío: "Ya podemos irnos al bingo o visitar un prostíbulo".

Por aquél entonces andaba tan emocionada queriendo cumplir esa serie de requisitos que no tuve tiempo de pensar en estereotipos ni convenciones, qué queréis que os diga. Pero cuando una está a punto de cumplir los 20 y la cosa ya empieza a ponerse seria (una carrera a medias, la semiindependización -que consiste en mudarse de casa de los padres a un piso pagado por los padres-, buscar un trabajo para los fines de semana y ocuparse en no ser un despojo del sistema...) llegan las dudas y los existencialismos.

Así que quiero reivindicar mi propia lista de pautas que dan la bienvenida a la edad la adulta y hacen que pases de soñar con los príncipes azules de Walt Disney (yo nunca llegué a hacerlo, pero tengo amigas "normales" que sí) a preocuparte por que lo que no destiña sea la ropa de tus primeras lavadoras.

Lo primero que me hizo darme cuenta de que me hacía mayor fue perder la capacidad de sorpresa. Aun así, tengo que confesar que soy la típica chica que se emociona si ve anunciada en la tele la película que ha visto repetida tropecientas veces y también dar gracias al cielo por conservar mi curiosidad por los cambios. El caso es que un buen día perdí la gran virtud de sorprenderme por la llegada de malas noticias. Puede parecer una chorrada, pero para mí fue síntoma de padecer el terrible síndrome del conformismo. Y si hay algo que no soporto de los adultos es eso, el "qué se le va hacer" mientras se sigue sujetando el periódico con una mano y la taza de café con la otra. Cuando en España tres de cada cuatro matrimonios acaban en divorcio y alguien se suicida cada dos horas y media, la verdad es que la cosa está cruda. Perdemos a golpes agigantados el don de la reivindicación y la ilusión por las metas. Pero, como primer paso para ser aceptada en este mundo de "mayores", tardé poco en resignarme y encogerme de hombros ante mi nueva característica como adulta.

La segunda fase llegó pocos días más tarde. Mi curiosidad fielmente conservada me hizo empezar a fijarme en los individuos que me rodeaban y que formaban parte de mi nueva especie. Hay que decir que la tarea de observadora me ha salvado de muchas horas muertas en mis trayectos de metro y esperas en la cola del supermercado. A veces imagino que soy una investigadora que está inmersa en algún estudio etnográfico (y qué narices, las conclusiones, resultado de la intuición, nunca están de más aunque no se tenga ni idea de Sociología). 

A parte de descubrir facetas del comportamiento humano en situaciones en que uno cree que no es visto (confirmando que realmente somos como somos en momentos de falsa intimidad) y catalogar varios de los especímenes que  pueden encontrarse a pie de calle, me he dado cuenta de algo mucho más sencillo, próximo y hasta estúpido. Las personas son tan tontas en su etapa adulta como han demostrado serlo con anterioridad. Dicho de otra forma, los adultos, por el simple hecho de serlo, no tienen más razón, ni las cosas más claras, ni la verdad absoluta sobre el mundo universal.

Me di cuenta de ello cuando empecé a tratar de tú a tú a mis nuevos congéneres, a dar mi opinión, a inmiscuirme en las conversaciones sobre temas supuestamente serios y a elegir por mí misma la mejor forma de equivocarme, aparcando, en cierto modo, sus consejos y advertencias. 

El caso es que llegó el día en que, en vez de mandarme callar o soltar algún eufemismo que edulcorara una realidad demasiado dura para una cría, los adultos de mi alrededor callaron durante unos segundos ante mis aportaciones, que seguramente acabarían por no aceptar. 

El mero hecho de considerar mis humildes conocimientos como pollito recién salido del nido, y ese hecho ocurrido paralelamente a mi consciencia como trozo de nada en toda la faz de la tierra, me hizo darme cuenta de la contradicción de los argumentos que hasta entonces se habían aplicado para excluirme del orden del día. Me percaté de que ellos, conocedores de mi mayoría de edad, habían experimentado un cambio de chip en el cerebro, una especie de "clic" que hizo que de repente mi papel en cuestiones importantes cobrara cierto sentido. 

En ese momento yo sabía que no sabía nada, que no tenía ni idea de todo aquello que se llevaban entre manos. Pero creo que ellos tampoco. 

Ser adulto es aceptar responsabilidades, asumir cambios y malas rachas. Es aprender a decir adiós y a tolerar las decisiones de los demás. Pero muchas veces nada tiene que ver con tener mucha o ninguna idea sobre qué hacer con nuestras vidas. Los adultos son igual de desequilibrados que los que todavía no son considerados como tal. Tienen las mismas dudas existenciales, o incluso más todavía. A veces opinan sin tener ni idea, pues existe cierta edad que los avala y les garantiza, en ocasiones injustamente, cierta relevancia en la comunidad de especímenes de la misma tribu. Incluso todavía hay algún que otro preocupado porque su ropa destiñe en la lavadora.

Lo único que realmente tengo claro es que crecer es aprender. Y seguramente los adultos que verdaderamente han crecido, lo han hecho a base de tropiezos -a poder ser reiteradamente con la misma piedra- y errores. Como bien dice el refranero (otra de las condiciones indispensables de tu nueva etapa vital pasa por conocer el puñetero pero sabio refranero español, sino no podrás ser nunca un abuelo/a respetable): más sabe el diablo por viejo que por diablo. Pues bien, el adulto no sabe más por ser adulto. Todo depende del adulto.

Cuando mis hijos, si es que algún día los tengo, cumplan 18 años recibirán una tarjeta de felicitación (si es que para entonces todavía se escriben tarjetas) que me encargaré de confeccionar yo misma con esmero: "prepárate para equivocarte".

2 comentarios:

  1. Fíjate que no me sorprende nada entrar y ver a Laia aquí! Ya te he escrito en twitter, pero una vez más te doy la enhorabuena por cada frase!

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