lunes, 27 de agosto de 2012

Una historia común sin final ni principio

Desperté en una cama suave y calentita, aunque excesivamente acolchada para mi gusto. Todo estaba muy oscuro a mi alrededor, pero por el tacto de las paredes me pareció adivinar una tela satinada a modo de papel pintado. La verdad es que ese habitáculo me era totalmente desconocido. 

El último momento que recordaba haber vivido tuvo lugar en mi casa, un taller artesano de la calle del Pi. Allí me había criado y había pasado una juventud estupenda junto a mi familia y amigos. De hecho, todavía tenía presente a mi madre sujetándome en brazos y mostrándome orgullosa a las visitas que llegaban a la tienda. Mi casa siempre estuvo muy concurrida. A ella le encantaba recibir gente constantemente. Era una mujer muy abierta y extrovertida, entusiasta de su trabajo y tremendamente servicial. Aunque si tuviera que encontrarle algún defecto, por aquello del rigor autobiográfico, diría que tal vez vivía demasiado de cara a la galería. De hecho, su afán por presentarnos a mí y a mis hermanos en sociedad me hizo llegar a considerarla sutilmente exhibicionista. Sin embargo, yo me había acostumbrado  a mantener la compostura y a procurarme un aspecto radiante para contentarla y quedar bien. 

Debido a que mi padre nunca estaba en casa, por andar de aquí para allá reunido y cerrando negocios, mi madre empleó a dos solteronas que con el tiempo se habían convertido en nuestras tías postizas. Junto a ellas pasábamos la mayor parte del día jugando en la tienda, puesto que nos mimaban mucho y encima nos cedían espacio para divertirnos. 

La verdad es que nunca me planteé independizarme. Pese al empeño que ponía mi madre en presentarme a personas interesantes y destacar mis cualidades para que cumpliera sus expectativas y fuera alguien de provecho, si por mi fuera, me habría quedado toda la vida en aquella casa. 

Nunca lo habíamos hablado directamente, pero, cuando desperté en aquella habitación extraña, tuve la corazonada de que habían elegido por mí. Me invadió un tremendo sentimiento de soledad y abandono. No sabía dónde estaba y me sentía totalmente desamparado.  Busqué con nerviosismo alguna forma de iluminar la estancia para conseguir reconocer algún rincón. Pero me resultó imposible. Todo aquello era muy distinto. En casa, mi habitación estaba repleta de ventanales. Además, siempre dormía acompañado de mis hermanos. Nunca me había sentido tan vacío como en aquel momento. 

Pronto me di cuenta que que ese lugar era ridículamente estrecho para alojarme. Pensé que tal vez se trataría de una broma de mal gusto. Incluso podrían estar preparándome una fiesta sorpresa por mi reciente cumpleaños. 

Mientras intentaba ordenar mis pensamientos y calmarme un poco, noté una gran sacudida y me tambaleé por todo el espacio, golpeándome con las cuatro paredes de lo que parecía un cubo de Rubik. Estaba a punto de desmayarme cuando, de repente, alguien abrió algo similar a una puerta y la luz casi me dejó ciego después de tantas horas a oscuras. A través de la rendija que quedó ajustada pude adivinar cómo me sujetaba un hombre de mediana edad, cuya silueta se iba definiendo cada vez más y más. Trajeado, con entradas en el pelo pero luciendo una sonrisa de oreja a oreja. Me cayó bien de inmediato. Aunque no sabía quién era ni qué estaba haciendo yo a su cargo. 

Me miraba con entusiasmo y dulzura, como si yo le transmitiera una profunda felicidad. Y yo que peco de demasiado prudente, no quise estropear el momento y no osé preguntarle nada que pudiera ocasionarle algún disgusto. Si se trataba de alguien cercano y yo no le reconocía o le correspondía, le causaría una gran frustración. Además, mi habitáculo seguía temblando, cosa que sacó a relucir sus nervios e impaciencia. Seguí observándole. Parecía estar cavilando, como si esperara el momento perfecto. Ese hombre me inspiró tanta ternura que enseguida quise saber más cosas sobre su vida y su familia.  

Ya que mi curiosidad iba en aumento progresivo, empecé a fijarme en el entorno. Estábamos en la calle, detenidos delante de la puerta de una casa unifamiliar de color blanco, con una escalinata de ladrillos y una barandilla de hierro adornada con macetas de colores. Parecía un hogar sano y feliz. Me alegré de estar allí. Tal vez ésa iba a ser mi nueva casa. 

Pronto, la impaciencia de mi nuevo amigo se me contagió. No quería esperar ni un segundo más para conocer todos los detalles. Quería descubrir su nombre, su trabajo y, sobre todo, que me presentara a sus seres queridos. Mi nuevo amigo, al que llamaré X como medida preventiva, se levantó de un salto del peldaño en el que se había sentado a reflexionar, musitando casi para sus adentros algunas palabras de ánimo que a penas pude entender. Sacó un juego de llaves y abrió la puerta de la casa. Nada más entrar, yo quedé impresionado de lo bonita y acogedora que era por dentro. Incluso de la cocina llegaba un suave aroma a cena recién hecha. Definitivamente se trataba de un hogar muy dichoso y agradable. 

X parecía buscar a alguien por las habitaciones del piso de abajo y, al no dar con su objetivo, llamó cariñosamente a otra persona, Y, que decidí que era su pareja a juzgar por el tono de voz que había empleado. A la tercera o cuarta vez que repitió la misma operación sin obtener respuesta, X empezó a subir las escaleras de caracol que había justo en medio del salón y yo de repente volví a quedarme a oscuras, mientras retumbaba, como si él hubiera querido esconderme. Noté mucha presión en el pecho. Estaba histérico. Quería salir, respirar, conocer a la dueña de la casa, gritar...¡algo! Que alguien me contara qué estaba sucediendo allí fuera. No era justo. Me habían privado de información en el momento más inoportuno. 

X llegó a la puerta de una habitación del piso de arriba, desde el que se escuchaba un tema de Heavy Metal reproducido a toda pastilla. Oí el chirrido de la madera y cómo mi amigo avanzaba dos pasos justo para cruzar el umbral. Se detuvo en seco. Allí dentro la música todavía sonaba con más fuerza. Tras unos eternos segundos sin que nadie pronunciara ni una palabra, X gritó.

-¡¿Y?! ¿Cómo has podido? ¿Cómo has podido hacerme esto a mí?

De repente mi lecho volvió a agitarse, esta vez con mucha más rapidez y violencia. X sostenía el cubículo en la mano y, de un golpe seco, lo estampó contra el suelo de madera. De la velocidad, yo salí disparado y me quedé postrado. Ycon cara de estar a punto de sufrir un ictus, se encontraba incorporada en la cama de matrimonio junto a un tal Z, que se había quedado inmóvil. Ambos estaban desnudos aunque escasamente tapados con las sábanas. 

Cuando me recuperé del shock, todavía tuve tiempo de presenciar como X se alejaba de espaldas y corría escaleras abajo, dando un portazo desde la entrada de casa. Y, con lagrimones de rimmel corriéndole por las mejillas sonrojadas, se levantó rápidamente de la cama y me recogió del suelo con las manos. Yo, desde las alturas, vi cómo mi habitáculo se quedaba tirado en la esquina del cuarto, abierto de par en par. Era un estuche de la joyería del Pi, la clásica caja para anillos de compromiso. 

Instantáneamente, recuperé la memoria, el sentido de mi vida y mi condición de objeto.

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