miércoles, 21 de diciembre de 2011

La amarga fortuna

No sabía cómo había pasado.

Me encontraba allí, sentada en esa silla, a escasos diez centímetros de tu cuerpo, rozando tu rodilla con la mía y contemplando, embobada, tu silueta, medio de reojo, y como con las manos cogías la guitarra con contundencia y, con la cabeza medio agachada, hacías como si fueras a acariciarla con la mejilla.

Tierno y suave por un lado, pero lleno de fuerza y magnetismo. Me gustaría ser guitarra. Y que me sostuvieras entre tus brazos, admirándome, deseando asumir que soy aquello más preciado que tienes, aquello que no te abandona, que nunca te duele. Me gustaría ser guitarra y que dulcemente rozaras mis cuerdas, con delicadeza pero decisión, haciendo vibrar todo mi cuerpo. Me gustaría regalarte notas y que tú las convirtieras en melodía (de esas que se disfrazan de susurro en los oídos y me ponen la piel de gallina). Me gustaría ser guitarra y que recorrieras la sinuosidad de mis curvas con esa especie de inercia que a veces te hace cometer locuras. Me gustaría...

Pero continuaba en el mismo sitio y prácticamente en el mismo instante donde estaba unos cuantos pensamientos atrás. Poco a poco te observaba más y más, perdiendo la vergüenza de ser descubierta contemplándote. Te encontrabas en un ángulo perfecto, formado por tu figura y la luz tenue que entraba tímida por los ventanales, que despacio se acercaba a ti y tenía ganas de tocarte. Entonces quería ser luz. Luz para poder recorrer tu piel sin miedo, luz que da a tu pelo un toque rojizo, luz que emanan tus ojos, dulces, expresivos, simplemente eternos. Quería ser luz que calienta tu rostro en días de primavera, cuando subes a la azotea en busca de inspiración y compones esos acordes que me hacen pensar que eres la mejor persona que he conocido.

También quería ser tiempo y espacio, para hacerte mío y guardar, para siempre, aquel momento en que te miraba y miraba... mientras tocabas una canción que seguramente trataba de amor, algo que, aunque de manera insegura y humilde, dominas a la perfección. Te miraba y, de repente, tú también me miraste, sorprendiéndome fascinada ante la imagen que presenciaba y que todavía fuiste capaz de mejorar con una sonrisa, poco a poco inflada por tus pómulos y hecha brillante con los ojos.

Mantuviste el instante un segundo más, suspendiendo la ilusión, como si fueras un titiritero que, con los dedos, sostiene mis hilos. Y de nuevo, bajaste la cabeza, como si fueras a acariciar la guitarra con la mejilla, y yo, cerrando los ojos, noté un escalofrío en la espalda, primero impreciso, pero cada vez más fuerte, como si fuera tu dedo dibujándome amorosamente.

Por un momento, fui guitarra, luz, espacio y tiempo, acariciándote y siendo acariciada. 

Pero no sabia cómo había pasado...


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